Flavia Liberona
Directora ejecutiva Fundación Terram
Desde hace un tiempo, poco a poco los seres humanos hemos ido comprendiendo la importancia de la biodiversidad, la forma en que dependemos de ella y como han sido y son el sostén de nuestras sociedades y culturas. Algo que parece tan obvio, en las sociedades actuales ha estado relegado a un segundo o tercer plano.
La conservación o protección de la naturaleza no ha sido un tema relevante para el grueso de la población, tampoco para los gobiernos o la clase política. Lo importante ha sido el progreso, el desarrollo y la “domesticación” de los ambientes naturales, ya sea instalando ciudades, fábricas, cultivos de diverso tipo, sin medir las consecuencias o impactos que esto podía generar.
Esa idea de progreso que se instaló en la sociedad, la cual intenta homogenizar todo, domesticar la naturaleza, aumentar la producción, disminuir costos e incrementar las ganancias económicas, continúa arraigada. El desapego por la naturaleza implica que para muchas personas, actualmente resulte ser más importante el desarrollo tecnológico o los beneficios económicos que la conservación.
Han sido necesarios muchos años de trabajo de ONGs, científicos, denuncias de comunidades rurales y líderes indígenas, entre otros, para que poco a poco se haya ido instalando una cierta sensibilidad sobre la importancia de proteger la naturaleza. Cada día y con más argumentos que emanan de las ciencias, los políticos están siendo obligados a entender que proteger la naturaleza y los ecosistemas nativos -sean terrestres o marinos- es importante para protegernos a nosotros mismos. Pero el proceso ha sido lento, muy lento.
Según los informes las poblaciones más pobres y los países que cumplan mayores condiciones de vulnerabilidad de acuerdo a la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, serán los más afectados, pero no hay sociedades o países que puedan escapar de esta situación.
Ahora los países deben decidir cómo afrontar los efectos del cambio climático. Los posibles caminos a seguir para amortiguar los impactos están claros: reducir 50% de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) al 2030, o sea, en 12 años, y llegar a cero emisiones de GEI en 2050, para evitar que ocurran eventos extremadamente catastróficos que afecten a la humanidad.
En ese escenario la conservación y protección de la biodiversidad comienza a tener un rol relevante el proteger cuencas con vegetación nativa para mantener y garantizar recursos hídricos, el generar áreas protegidas terrestres y marinas, forestar y reforestar con vegetación autóctona, evitar la sobrecarga de ecosistemas marinos o recuperar pesquerías.
Son todas medidas que si están bien articuladas pueden resultar muy relevantes a la hora de paliar los efectos del cambio climático, sobre todo en un país cómo Chile que está catalogado como altamente vulnerable a sus impactos.