Históricamente las mujeres rurales han aportado a los procesos económicos locales a través de su labor productiva y reproductiva, sin embargo, estos aportes han sido invisibilizados y/o desvalorizados en los indicadores y estadísticas públicas, reduciéndolos a la categoría de “mercado informal” o “trabajo de subsistencia”.
Pese a lo anterior, muchas investigaciones han demostrado que una mayor participación y reconocimiento de sus aportes a las economías, genera importantes beneficios a la sociedad, tales como: la armoniosa transformación de los productos y las energías naturales, la valorización de la cultura y la identidad local, la distribución social y solidaria de la “riqueza” a través de la incorporación de otras/os actores en las dinámicas económicas territoriales, la organización de formas de propiedad comunitaria y, en especial, el trabajo colectivo basado en relaciones de reciprocidad y cooperación.
Es por ello que se hace necesario volver a repensar el concepto de “trabajo no valorado” de las mujeres rurales, y cómo a través de la historia, si bien han existido avances, aún tenemos mucho por hacer para reivindicar el aporte que realizan a las economías, en un espacio que sí es valorado por aquellas familias y comunidades que han percibido la capacidad que tienen de sostener otras formas de economías basadas en la sustentabilidad de los ecosistemas, la identidad local, la solidaridad y la justicia redistributiva.
Por ello, es esencial ampliar la mirada y cuestionarnos los paradigmas instalados en el imaginario colectivo, para adoptar otros que se sustenten en la valoración del trabajo doméstico y de producción femenina, pues la exclusión y desvalorización de las actividades económicas que realizan incide no solo en la vida de sus familias, sino también en la de los territorios que se esfuerzan por recuperar sus equilibrios naturales e identidad cultural a través de la revalorización de sus formas de trabajo y de producción económica.
En esta época de crisis económica global, y de un profundo replanteamiento del modelo que la sustenta, se abren caminos para la co-construcción de una economía de la solidaridad a nivel local-global, en donde las mujeres rurales continúen desempeñando un rol protagónico, pero con la valorización y en las condiciones que se merecen, puesto que son ellas, las huerteras, artesanas, maestras de oficios, entre otras, quienes dinamizan las economías locales a partir de la diversidad de sus productos y del trabajo colaborativo.
Hoy ya no es posible seguir desconociendo la creciente feminización de la vida en el sector rural, en donde son las mujeres quienes la sostienen, pero no de cualquier manera, sino preservando el patrimonio biocultural y la identidad de sus territorios, esforzándose por recuperar prácticas ancestrales que mantengan el equilibrio de sus ecosistemas en una relación armoniosa con la Madre Naturaleza.
Se hace necesario seguir abriendo caminos, en lo público y en lo privado, más acordes a una realidad que nos enseña día a día que la huerta sigue siendo el espacio de mantenimiento de la biodiversidad local, del aprendizaje, del compartir saberes, pero también el espacio en el que se sostienen otro tipo de economías capaces de reconocer el valor de la solidaridad y de las mujeres huerteras en su rol de agentes transformadores de nuestras sociedades, a partir de los paradigmas de la Agroecología y la Soberanía Alimentaria.