Por Estefanía González, subdirectora de Campañas en Greenpeace
La pandemia del Covid revirtió muchos de los avances que se habían logrado en materia humanitaria, siendo un ejemplo emblemático lo que ocurre con el acceso a alimentos: el Reporte Global sobre Crisis Alimentaria, publicado por Food Security Information Network (FSIN) en 2024, estima que en la actualidad alrededor de 281,6 millones de personas enfrentan altos niveles de una aguda inseguridad alimentaria en la actualidad, cifras empujadas por los conflictos en el mundo, el aumento de los precios de los alimentos y la crisis climática.
Si bien la agricultura es clave para revertir este escenario, el sector también enfrenta importantes desafíos, donde la crisis climática y, particularmente, la escasez hídrica amenazan no sólo a esta industria, sino que por sobre todo a las comunidades que habitan los territorios donde ésta se desenvuelve. La sobreexplotación de los suelos y del agua, por ejemplo, están erosionando no sólo la morfología de los espacios de cultivo, sino que también la calidad de vida de las personas, dejándolos cada vez más en una situación de mayor vulnerabilidad.
En el caso de Chile, el informe ‘Seguridad Hídrica en Chile: Caracterización y perspectivas de futuro’, elaborado por el Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia [CR]2 concluye que la mayoría de las cuencas entre las regiones de Coquimbo y del Maule (zonas fundamentalmente agrícolas) han experimentado niveles altos a extremos de estrés hídrico durante la década de 2010 a 2020.
El mencionado reporte explica que la situación registrada en la zona central del país en las últimas seis décadas se asocia, principalmente, a dos factores: en primer lugar, el incremento en el consumo de agua (los usos consuntivos se han duplicado, impulsados por el desarrollo de las industrias agrícola y forestal), y, en menor medida, la disminución en la disponibilidad hídrica superficial.
Cabe recordar que según datos de la FAO, la agricultura es responsable del 69% de las extracciones de agua dulce en el mundo, algo que a todas luces resulta ineficiente, no sólo por la falta de innovaciones aplicadas en el sector para mejorar estos consumos, sino que además porque sabemos que un tercio de los alimentos producidos terminan en la basura.
En el marco del Día Mundial de la Agricultura -que se conmemora el 9 de septiembre- es pertinente hacer un llamado al sector a generar mayores eficiencias en sus modelos de producción, reduciendo considerablemente los recursos que utilizan en estos procesos y aumentando los estándares de calidad con los que se miden.
Cuando entendemos que el escenario de estrés hídrico que hoy vive la mayoría de los habitantes del país responde más a la sobreutilización del recurso que a la situación climática o la menor disponibilidad de agua, podemos diseñar regulaciones y programas de forma proactiva, que sean eficientes en revertir estos daños a los territorios y donde las industrias y las comunidades se puedan involucrar en el desarrollo de soluciones.
Por eso es clave transitar hacia modelos agroecológicos que privilegien, por una parte, el trabajo de las familias rurales y la agricultura familiar campesina (para hacer frente a los desafíos humanitarios y económicos) y, por otra, que pongan en relieve modelos sostenibles de trabajar la tierra, donde los recursos sean utilizados de manera eficiente y consciente.
Sabemos que la agricultura industrial o a gran escala es devastadora para las comunidades y para nuestro planeta, pero no es el único modelo posible y sin duda llegó el momento de propiciar otras formas de cultivar.