Alex Godoy Faúndez |Director del Centro de Investigación en Sustentabilidad (CISGER) | Doctor Honoris Causa UW Green – Bay Facultad de Ingeniería UDD
A medida que el tiempo avanza y la curva de emisiones de gases de efecto invernadero continúa desafiándonos en no curvarse; una de las preguntas recurrentes es acerca del costo de transitar hacia una economía de bajo carbono basada en tecnologías para la mitigación y adaptación a la crisis actual.
Acorde al informe conducido por Lord Stern, ex economista del Banco Mundial, el costo sería restar entre un 1-2% del PIB ahora, en vez de un 5% en caso de no tomar medidas correctivas hoy. Antes ese escenario, muy pocas administraciones de gobierno estarían dispuestas a realizar tal esfuerzo como prioridad de largo plazo, en la medida que las prioridades al corto radican en la inmediatez de temas que reportan votos directos para unas próximas elecciones: seguridad, salud, educación o empleo.
Esto no es para nada alentador, porque para alcanzar un acuerdo multilateral a nivel de las COPs con el compromiso más allá de un papel, se requiere del compromiso financiero y la disposición a cooperar entre las partes de forma solidaria, algo que describió Elinor Ostrom para la Gobernanza de Bienes Comunes; y que por el contrario, si actuamos motivados solo por el interés personal y de forma independiente, terminaremos por destruir un recurso compartido limitado, la conocida “tragedia de los comunes” descrita por Garret Hardin en 1968. Pero transparentemos la verdad.
La actual crisis climática ha sido consecuencia de subsidiar nuestro bienestar actual – aquél que nos permite pensar en la cuarta revolución industrial o en viajes al espacio – por medio del detrimento medioambiental, debido al consumo continuo de recursos naturales como materias primas, y al deterioro de ecosistemas por medio de la recepción continua de emisiones, descargas y residuos. Tales costos nunca han sido internalizados a precios de bienes y servicios transados, lo que nos regresa a los cursos de economía de primer año, definir tales precios como precios falsos. La acumulación de tal desviación de los precios reales – aquellos que debían incorporar los costos ambientales – los hemos prorrateado entre toda la población, y donde el impacto de la crisis climática termina afectando a los más vulnerables.
Una segunda verdad es que los costos de la crisis climática los estamos pagando porque el clima ya cambió, y seguirá cambiando; por lo que cualquier proceso de mitigación sólo permitirá estabilizarlo, es aquí donde los costos de adaptación serán relevantes, dado que, si no se logran estabilizar, serán variables e inciertos a lo largo del tiempo. Tales costos los vemos en restricciones hídricas, costos para enfrentar desastres naturales, salud, precios de alimentos o infraestructura.
Si los informes del IPCC son correctos, no hemos comprendido la urgencia del desafío y los inmensos costos del cambio climático; y menos aún, entendido las capacidades individuales de cada país para hacerle frente.
Por todo lo anterior, el transitar hacia lo que hemos llamado “Finanzas Climáticas”, cobra relevancia, es decir, los presupuestos nacionales deben dejar de subsidiar el desarrollo a cambio de aumentar el gasto en inversiones de mitigación y adaptación. Ha llegado la hora de eliminar los subsidios, “meternos la mano al bolsillo” y eliminar los precios falsos sobre la economía que hemos construido; la que debe hoy traspasar impactos a precio, y que de una u otra forma ya los estamos pagando en los llamados temas “de corto plazo”.